sábado, 16 de julio de 2011
"Últimas tardes con Teresa" (1966). Juan Marsé
"Leyendo "Últimas tardes con Teresa" he tenido la impresión de asistir a los minuciosos e implacables preparativos de un suicidio que está cien veces a punto de culminar en una hecatombe grotesca y que siempre se frustra en el último instante por la intervención de esa oscura fuerza incontrolable y espontánea que anima la palabra y comunica la verdad y la vida a todo lo que toca, incluso a la mentira y a la muerte, y que constituye la más alta y misteriosa facultad humana: el poder de creación".
Mario Vargas Llosa
Este choque de clases, contrastes sociales y ansias vitales, marcadas por las carencias, hipocresías y caprichos de los distintos estratos sociales, son la base de este historia memorística de romanticismo urbano, en la cual se critica de manera leve a la burguesía y se establece un miramiento realista, y también sardónico, al aspecto social de la emigración hacinada en los barrios marginales de la ciudad condal, con caracteres que buscan más el materialismo liberador que el idealismo tramoyista del que ya posee el bienestar económica.
Esto es lo más interesante de la novela. La confrontación entre los poseedores de los recursos pecuniarios para vivir que pueden dedicarse a la gratuita y pedante fabulación ideológica, y la gente que sufre carencias, que necesitan ganarse la vida como pueden y están más pendientes de mejorar y progresar a nivel material que de fantasías psicoprogres aburguesadas.
El destino muchas veces cercenará esos anhelos, esas promesas de mejora que atoran en una situación precaria al individuo menos favorecido, tratado con mayor afecto por Marsé.
El aspecto ambiental, la Barcelona de la década de los 50, está lo suficientemente bien dispuesto como para ubicar al lector en la urbe catalana y los personajes principales, perdedores en sus diferentes empeños vitales, descritos de manera óptima y con un tono melancólico.
Fragmento
" El Monte Carmelo es una colina desnuda y árida situada al noroeste de la ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas manos de niño, a menudo se ven cometas de brillantes colores en el azul del cielo, estremecidas por el viento, asomando por encima de la cumbre igual que escudos que anunciaran un sueño guerrero. La colina se levanta junto al Parque Güell, cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicas de cuento de hadas mira con escepticismo por encima del hombro, y forma cadena con el Turó de la Rubira, habitado en sus laderas, y con la Montaña Pelada. Hace ya más de medio siglo que dejó de ser un islote solitario en las afueras. Antes de la guerra, este barrio y el Guinardó se componían de torres y casitas de planta baja: eran todavía lugar de retiro para algunos aventajados comerciantes de la clase media barcelonesa, falsos pavos reales de cuyo paso aún hoy se ven huellas en algún viejo chalet o ruinoso jardín. Pero se fueron. Quién sabe si al ver llegar a los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos, quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida, sino también por toda una vida de fracasos, tuvieron al fin conciencia del naufragio nacional, de la isla inundada para siempre, del paraíso perdido que este Monte Carmelo iba a ser en los años inmediatos. Porque muy pronto la marea de la ciudad alcanzó también su falda Sur, rodeó lentamente sus laderas y prosiguió su marcha extendiéndose por el Norte y el Oeste, hacia el Valle de Hebrón y los Penitentes. En su falda escalonada como un anfiteatro crece la hierba de un verde amargo, salpicada aquí y allá por las alegres manchas amarillas de la ginesta. Una serpiente asfaltada, lívida a la cruda luz del amanecer, negra y caliente y olorosa al atardecer, roza la entrada lateral del Parque Güell viniendo desde la plaza Sanllehy y sube por la ladera oriental sobre una hondonada llena de viejos algarrobos y miserables huertas con barracas hasta alcanzar las primeras casas del barrio: allí su ancha cabeza abochornada silba y revienta y surgen calles sin asfaltar, torcidas, polvorientas, algunas todavía pretenden subir más en tanto que otras bajan, se disparan en todas direcciones, se precipitan hacia el llano por la falda Norte, en dirección a Horta y a Montbau. Además de los viejos chalets y de algún otro más reciente, construido en los años cuarenta, cuando los terrenos eran baratos, se ven casitas de ladrillo rojo levantadas por emigrantes, balcones de hierro despintado, herrumbrosas y minúsculas galerías interiores presididas por un ficticio ambiente floral, donde hay mujeres regando plantas que crecen en desfondados cajones de madera y muchachas que tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes. "
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario